La última pitada le había dado una sed de té helado de menta con flores de naranja, entonces Marcelo tiró la colilla del cigarrillo y entró a la casa. Se dirigió directamente a la cocina, abrió la puerta de la alacena, esa donde guardaba la caja con una gran variedad de té, pero no encontró el que quería, y se conformó con uno de manzanilla con anís. Pensó en el anagrama: manzanal sin colina, sonrió como niño aventurero, se peinó el rebelde flequillo y acerco al fuego la pava hasta que hirvió, momento en el que decidió apartarla de la cálida hornalla, satisfizo la tarea que le propuso a un poco de agua volcada en el recipiente de cara larga. Y qué rostro, casi como si fuera el suyo, se sintió completamente identificado con la pava, minuto en el que él dejó de ser él mismo y la metamorfosis a hierro duro escarchó su rostro, luego se sonrojo; hecha su infusión, sólo le quedaba la dulce espera del enfriamiento, para tomarla suave, dulce y helada.
Sonó la alarma de su celular, era la hora, cenora. Cena. Hora. Los compromisos no esperan, y una cena fría es poco apetecible, a menos que el hambre te coma los huesos y te arrugue la piel o el cansancio de una extenuante jornada, de gritos del jefe con cara de pocos amigos y trabajo interminable, gane la batalla. Por eso bebió el té de un chiflido seco y salió de la casa. De su casa salió. Un portazo elíptico, casi circular, con colores oscuros cerró la casa, su casa, escarapela violeta, su parte de mundo desde ahora esquivada por todos, incluso por él mismo, su “Dulce hogar dulce”. Qué errado, pensó. Fue hasta la esquina de H. Irigoyen y San Martín y esperó la línea 128, ese que va hasta la plaza central, ese que también pasa por el cementerio judío, pero por sobre todo va hasta el boulevard que queda frente a donde vive Margarita. A cenar, unas ricas milanesas de pollo con arroz, o a lo sumo una ensalada de zanahorias picadas por el mini-primmer con rúcula o remolacha rallada, pero por el rallador, no como la zanahoria, picada por el fantástico artefacto. Maldita la suerte de la anaranjada hortaliza, bendita la suerte de Marcelo que disfrutaría de un buen banquete con su mejor amiga, quizás la única en el mundo, su mundo.
No mucho esperó el ómnibus, se subió y sentó en un de los asientos de atrás, esos que son para las familias chinas o argentinas con quintillizos, sí, asientos que estaban de balde. Imposibles esa tarde-noche en Rosario, posibles en alguna evening de alguna fulana o mengana ciudad. Desde ese asiento que esta precedido por la puerta trasera podía tener un panorama completo del colectivo: el perverso chofer-colectivero sentado en su trono; adelante y hacia la derecha, en los asientos enfrentados de cuatro, dos chicas adolescentes que iban hasta el barrio de los constructores. En los asientos singulares de delante hacia atrás: una anciana de vestido azul estampado de flores blancas con bordes rosas, innegablemente baratas y ordinales; el señor del ramo de crisantemos- por el ritmo en que se agitaban sus pétalos era casi de idiota con golpes en la cabeza agregar que claramente se dirigía hacia el cementerio, lo raro: crisantemos, símil pobreza, asegurar su raza judía sería todo un desafío- con gorro de estilo inglés pero con un marrón tan de acá más que de allá, y traje verde pardo amargo; la señorita- y es señorita no porque no lleve anillo en su anular, sino por linda, una Dafne embarazada, musa Musolini, Marilyn Monroe- con un vientre que lleva gestando ya cinco o seis meses, crece rápidamente. Esos eran todos. Poca gente, poco el cuadro en movimiento que Marcelo apreciaba, sentado desde su silla de atrás.
Aburrido ya de ver siempre lo mismo- habrían pasado como mucho diez minutos- miró por la ventana. Muestra fotográfica, batido de asfalto al borde de las ruedas gruesas y turbias del cole, lluvia de estrellas negras o de adoquines, un sueño superfluo del zinc que se mezcla con las llantas, con la ciudad, y sigue. Hasta que en un momento, casi esperado por Marcelo, se corre la fotografía hacia la derecha y delante, para el colectivo y sube el quetejedi. El quetejedi de ahora en más llamado EL OBSERVADO; Marcelo de a partir de ya llamado EL OBSERVANTE. Contratos: así son, una burda explicación de “la realidad”, algo tan obvio que se nos escapa de las manos. Retomemos nuevamente la historia, así seguimos con el hilo y su desenlace. EL OBSERVADO se sienta adelante y a la izquierda al lado de la ventanilla-esto sería más o menos detrás del conductor/chofer/colectivero/etc- en los asientos que miran hacia atrás-ósea que EL OBSERVADO y el chofer/etc se encuentran de espaldas, o se desencuentran de espaldas- quedando así constituido el marco: EL OBSERVANTE-vale decir Marcelo- sentado atrás de todos, mirando hacia delante o hacia el sentido en que avanza el colectivo; EL OBSERVADO-de otro modo: el estudiante que pidió boleto de estudiante (valga la redundancia) en vacaciones (o sea que calen la calesita que daba vueltas por su cabeza, como para que el conductor no sienta q eso era una falta de respeto a su estupidez y lo maltrate) o el antes citado quetejedi- mirando hacia atrás pero sentado adelante; el chofer no cambia su posición detrás del volante y al lado de la palanca de cambio y de espaldas al quetejedi y a Marcelo ¿Me siguen en este embrollo? En fin EL OBSERBVANTE queda enfrentado- bastante lejos- del OBSERVADO y pueden verse las caras, ambos. Pero no completamente porque el quetejedi tiene puestas unas gafas de sol ¿siempre se complica tanto la realidad cuando se la quiere describir? Por ende no pueden verse completamente el rostro uno al otro, y no jodan más con eso: NO PUEDEN. Listo. Marcelo queda completamente aturdido, como si un coro de fagots horriblemente desafinados sonara a cada parte de sus oídos, con el rostro de el quetejedi. EL OBSERVADO tiene una nariz perfecta y repingada con narinas igual de estrechas y oscuras, boca pequeña pero deliciosamente carnosa, orejas implantadas a igual altura, un mentón prominente, igual cantidad de pecas en cada hemisferio de los redondos cachetes. Era completamente simétrico. Horrible. Al OBSERVANTE le daba náuseas y arcadas mirarlo por mucho tiempo, pero de todas formas necesitaba mirar la perfección. La “perfección”. No era un ángel, pensó. Así debía de ser la cara de Lucifer, o la de Michael Jackson en su ataúd o a minutos de su muerte. Era detestable por donde se mire. Simetría, qué loco que los cirujanos plásticos, aduladores imbéciles vestidos con blanco guardapolvos, vean le belleza en ella. Una cara simétrica es horrible, como de bicho raro de Santa Cruz de Tenerife o pesadilla surrealista pintada cromáticamente. Por partes era perfecto, su nariz en una cara asimétrica se hubiera llevado los mejores halagos, pero todo perfecto todo junto en EL OBSERVADO era incompleto, infame, rozaba lo maldito y siniestro. Un palíndromo personificado, la ida y la vuelta, un espejo que recorre el ecuador, el universo paralelo encarnado,
Al caminar por la plazoleta vio un jardín de estilo inglés, unas mariposas con alas sombreadas al azar, una viejita arrugada que parecía bruja con su lunar en la nariz, un niño con yeso en su pierna, un auto oxidado, las veredas gastados por el paso del tiempo de los pasos de los peatones y sonrió. Ese espejismo había acabado. Siempre sonreía cuando volvía a nacer, a ver nuevamente el mundo, a apreciar “esto” de otra manera a la que venía haciendo como de costumbre, como de ordinario. Cuando llegó a lo de margarita le dio un fuerte abrazo y casi sin decir más que un “te quiero” corrió rápidamente al baño y se miró al espejo: nunca se había visto tan lindo, tan desperfecto, tan con los dientes encimados y un parpado excelentemente caído, con manchas casuales de tanto en tanto y una ceja tan unida y deshilachada. Se sintió hermoso. Salió del baño y comenzarían a comer. Margarita trajo la comida: pizza. Como si el destino no le jugase una broma ese jueves de ventanas cuadradas y amores de ensueño. Camino al comedor, tomó en sus manos un volante y leyó una oración que decía “Átale, demoníaco Caín, o me delata”, eso lo asustó, todo comenzaba de nuevo, hubo ida y hubo vuelta. Creer que lo que creías no era sino otra cosa que nos cambia el parecer. Encima no hubo milas, hubo una pizza perfectamente redonda, con aceitunas y ajíes afinadamente alternados, hasta el condimento estaba minuciosamente ordenado. Todo era lindo nuevamente, hasta las velas, hasta su amistad. Le dieron mareos, se sintió peor, y no comió, una pena para ella que se pasó toda la tarde cocinando y planeándolo todo; una cena en verdad dotada de una completa hermosura.