...A los diez años, cuando Marta espigó de golpe y él tuvo la apendicitis supurada, los juegos asumieron estilo, elegancia. Ya no iban improvisadamente al jardín, apenas doblada la servilleta; usaban la sobremesa para madurar el empleo de la tarde; ingresaban en las diversiones intelectuales, los blocks recortados para hacer papel moneda, secantes y sellos de goma, un escritorio a veces banco de préstamos, a veces oficina pública. Sólo la hora alta del calor, con el jardín llamándolos, imponía los prestigios de la siesta; si reincidían los juegos de guerra, ya entre carreras y prisiones insertaban planos de tesoros, partes sonoros, discursos y sentencias de muerte; con rescates o ejecuciones a fusil, en las que Carlos María se desplomaba lleno de gracia y heroísmo.
El sauce era alto pero lo escalaban en dos saltos. Tirado en el pasto caliente, veía él oscilar las piernas de Marta, a caballo sobre la primera bifurcación. Estaba muy quemada hasta el tobillo, después venía una zona de color trigo donde a veces había medias y a veces no; desde la rodilla hacia arriba era blanquísima, en la penumbra de campana que le hacía la pollera adivinaba el color aún más blanco de los calzones cortándole los muslos. Carlos María no era curioso pero un día le pidió que se sacara los calzones para ver. Después de hacerse rogar un rato (estaban entre las cañas que sumían una vieja fuente sin agua), Marta lo dejó que mirara, sin permitirle acercarse. Carlos María no se impresionó, había esperado algo más escandaloso, más prohibido.
-Tanto trapo para eso -fue su sentencia-. Una rayita y se acabó. Nosotros es otra cosa.
Esperaba que Marta le pidiera lo mismo pero ella se vestía sin mirarlo. Ya no hablaron, tampoco hicieron guerras esa tarde. A Carlos María le pareció que ella se había pueto más vergonzosa desde entonces; pensó que era idiota, justamente después de haberse desvestido tan mansita. Coincidía con los compañeros de grado en que las chicas eran estúpidas. Les contó a los íntimos que su prima le había mostrado. Todos se rieron menos uno, que tenía trece años y pelo colorado. Miraba a Carlos María sin decirle nada, pero a él le pareció que el colorado estaba pensando en algo. No se animó a preguntarle, siempre le había tenido respeto porque el padre era de la policía montada...
Fragmento de LOS GATOS, por Julio Cortázar, por siempre en nuestros corazones.