martes, 23 de febrero de 2010

Diarios de familia

A Toto Garay

Un profesor de literatura que hubiera elegido

Un colchón se compra en Rivadavia y Junín, en una ciudad donde la soledad no acecha a todos, y donde los árboles crecen increíblemente verde, alejado ya de su reposo provisorio es tirado sobre la cama de un dormitorio de la familia García. Entre las ventanas enormes entra el sol y lo ve ahí tirado cada día, sin más que poder servir de vigilante del sueño de Franco y su actual amor.

Ahora estamos tirados sobre la alfombra de mi dormitorio pero pronto nos avecinaremos, irreversible y vehemente, a la danza del amor. Lo sé porque tienes esa forma de mirarme, ese espejo, esas pulseritas en tus muñecas de quién sabe dónde ni cuando. Además tenías esa forma tan poco ordenada de doblar el dinero en tu bolsillo, las comisuras a medio sonreír, una remera blanca y esa voz tan suave y tan lenta que podía calmarme en los momentos más adrenérgicos. Tenías un montón de cosas que sólo yo las veía, pero sobre todo tenías literatura, poesía. No, quizás me equivoco, no quiero hacerlo pero es posible, vos vivías en la poesía, como si acostarse no fuera acostarse sino sembrase contra el pasto, y hablar fuera expresar pensamientos y sentimientos y moléculas de colores. Me contaste la historia de un monstruo encerrado en un laberinto, de un héroe, de una niña; yo oía detalladamente cada frase que tu boca escupía. Me tocabas, lentamente me tocabas, como deseando, pensante, algo absorto quizás. Yo un poco más narciso me miraba en el reflejo de tus pupilas, como si lo más lindo que tuvieras fuera mi imagen, yo como luna y vos como mar, contemplándonos eternamente cada noche. Solos, distantes y cercanos a la vez. Soy la causa de tus mareas, y sin embargo, a veces la marea soy yo. Entonces caí lentamente en ti, y ya no me reflejabas, eras vos en tu totalidad, pintándome la piel con caricias gorriones, eras ternura, odio y tormenta. Eras amor. Un reloj marcando la hora justa. Una mariposa saliendo de su…

No se si fue después de hablar de la maga, o mientras Janis Joplin desgarraba el parlante negro sobre el escritorio, o quizás en algún otro momento y que por un azar no logro recordarlo, que me tomaste la cara delicadamente y nos fundimos en un solo que beso que ni Dios recuerda cuanto tiempo duró. Mi cuerpo temblaba terriblemente, tus manos en mis flancos, cerré los ojos y sin querer comencé a jugar, lograba descifrar de algún modo la forma que en me acariciarías un segundo más tarde. Pude percibir, o lo poco que me dejaba escuchar la música, unas voces que cruzaban por la vereda y en ese momento sentí el placer de la intimidad, el placer de pecar en lo más intimo de nosotros. Mi corazón se salía por la boca como buscando un lugar donde quepa mejor, pero después algo agotado tal vez, desistió y se conformó con mi pecho.

Nos pusimos más cómodos sobre la alfombra, me desnudaste y te desnudaste. Yo realmente no imaginaba que podría llegar a ocurrir, pero me dejé llevar. Lo hicimos. El experimento del amor que nunca se pareció tanto al amor como en aquel dormitorio verde, en donde dos pendejos hartos de los besos sin sabor decidieron tirarse a los brazos de Eros. Ni tú, ni yo ni nadie, eramos otros. Unas cosas que se movian, que sudaban al compás de la canción, subidos en nubes. En un momento pensé que los cuerpos se desvanecían, que ibamos a morir, que eramos alma.

Luego de terminarlo todo- debo confesar que yo seguía con ganas pero tenerte ahí tan al lado, tan cerca, tan súbitamente dormido- en praderas rupestres modernas nos tiramos a contemplarlos, a mirar el mundo, a ver la envidia que corroía sus mentes. Lo habíamos logrado, habíamos encontrado la eternidad en el fulgor, el espacio en la memoria, la vuelta al mundo en un segundo, el espanto de nuestros patriarcas, matamos al pensamiento, hicimos del momento nuestro refugio. Y no nos conformamos sólo con eso, si no que en un momento me miraste como pidiéndome, pero sin permiso te acercaste a la repisa y tomaste un pequeño librito, y en un bocado matamos algunos versos de Shakespeare. Fue ahí cuando nos pusimos a pensar en lo bueno que sería perpetuar esto, en lo frío que son los pisos cuando uno termina de hacer el amor y se va al baño, en que ni yo me llamo Franco ni vos Joaquín. Y esto fue lo que ocurrió, cuando nos tiramos en la cama y soñamos sobre cosas absurdas, dejamos de ser nosotros y comenzamos a transformarnos en colchón, es su historia. Ahora somos Franco y Joaquín y luego colchón, ninguna premisa se pone de acuerdo, quizás, dentro de muchos años cuando ya no viva en la casa de mis padres nos llamemos regalo para la casa de huérfanos de la calle Dumbland.

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